por Celestologo » Lun Jul 16, 2012 11:43 pm
Les dejo acá el prólogo del libro. El periodista autor del prólogo (no del libro) lo subió a su página en Facebook.
Por Sergio Carreras
Que nadie se atreva a ponerlo en duda. Fue una de las mayores fiestas colectivas que tuvo la provincia en lo que va del siglo. El fútbol, una vez más, volvió a ofrecer de manera generosa el desahogo y el regocijo que muchas otras actividades mezquinan. Para cientos de miles de cordobeses el 26 de junio de 2011 fue una gesta con tintes heroicos, un nacimiento, una resurrección, una medalla que nadie podrá desprenderles jamás de su memoria. El golazo liberador de Farré, la atajada definitiva de Olave, y días antes los goles del Indio y el Picante en el primer capítulo jugado en Alberdi. ¡Y dónde se consiguió la gloria! ¡Y frente a quién se consiguió! ¡Y de la manera en que se lo hizo! Andamos por la vida arrastrando un puñado de efemérides personales, cumpleaños, aniversarios que cada año marcan nuestro viaje por el almanaque con sus estaciones de alegrías o de nostalgias. Desde el año pasado no sólo los amantes de la divisa celeste sino todos aquellos que saben apreciar las gestas valientes del fútbol, tienen una nueva marca indeleble y vital: aquel domingo frío y porteño, entre los vidrios rotos y los balazos de goma, entre el humo negro que abrazaba al estadio más importante del deporte argentino, una nueva fecha quedó tatuada en los muros del corazón. No hacía falta ser hincha de Belgrano para darse cuenta de que se estaba siendo testigo de una travesura histórica.
El ascenso pirata en 2011 ¿es el mayor logro del fútbol de Córdoba hasta hoy? ¡Qué pregunta! Por un lado, responder que sí, es una admisión de cierta pobreza. Para una provincia que históricamente ha estado y sigue estando a la cabeza en muchos otros ámbitos, como el económico, el político, el académico, decir que su principal triunfo futbolero es una llegada a la primera categoría, suena a poco. Además -y acá empezamos a discutir y a dar el primer puñetazo sobre la mesa-, no van a faltar quienes nos recuerden grandes onces cordobeses del pasado, campañas gloriosas teñidas de respetuoso sepia. Y sobre todo, desde la vereda cordobesa del frente, jamás van a querer resignar su anterior lugar de privilegio en el Olimpo local con aquel gran equipo de la década del setenta, que aportó unos suplentes a la selección campeona del mundo en 1978 y que jugó la final del torneo nacional contra Independiente. Y que la perdió. La perdió. La perdió de una manera que ningún simpatizante de la vereda del frente quiere recordar. Y por ahí pasa la cosa. Entonces volvamos a hacer la pregunta: ¿es el ascenso de Belgrano de 2011 la flor más bella en la historia del fútbol de Córdoba? Desde este humilde prólogo vamos a responder que sí. Es el logro futbolístico mayor de esta provincia. ¿Y saben por qué? Porque fue un triunfo. Porque fue una alegría. Porque fue un grito ahogado de euforia. Porque fue una ocasión para salir a correr a la calle, para lanzar bocinazos, para abrazarse con todos, para pasar la noche sin dormir esperando que llegue el colectivo con el escuadrón de los héroes, para reafirmar la única pasión que un argentino no puede cambiar desde la cuna. En el universo del fútbol, ¿quién se atreve a decir que el día del mayor logro de un equipo fue una jornada de llanto y derrota?
Además de esos motivos pasionales , que sirven para explicar y justificar el fútbol más que cualquier sesuda enciclopedia, los hechos también acompañan la afirmación del ascenso celeste como la jornada mayor de la historia futbolera mediterránea. Se le ganó a uno de los dos más grandes equipos del fútbol criollo. Por primera vez se condenó al descenso a River Plate. Por primera vez se dejó sin superclásico a uno de los campeonatos más destacados del mundo. La importancia del episodio quedó demostrada cuando cualquiera pudo ver las fotografías de los jugadores de Belgrano en los medios periodísticos de todo el planeta. Los rostros del Chiqui Pérez, de Rivair Rodríguez, de Turus, precedidos por notas escritas en idiomas infranqueables. La camiseta celeste explicada en ruso, el estadio de Alberdi protagonista de un documental turco, el Mudo Vázquez que esquivaba rivales en videos titulados con ideogramas chinos.
Pero sería una injusticia querer explicar este logro resaltando sólo la dimensión del rival vencido. Esta fecha fue grande, trascendió y conmovió a hinchas de todo el país y de diversos equipos, por la manera en que la marcó Belgrano. Desde el último puesto en la tabla del Nacional B fue mordiendo metro a metro, punto a punto, hasta quedarse con el premio mayor, frente al rival más duro, cuando el país menos lo esperaba. Es fácil provocar la admiración ajena cuando los equipos son una suma lógica de talento internacional y millones de dólares. Es doblemente valioso cuando un equipo consigue esa misma admiración con argumentos pedestres, con jugadores dando el máximo de sus posibilidades, supliendo el talento con garra y a las individualidades descollantes con solidaridad táctica. Ver jugar a ese Belgrano duro, por momentos rústico, con talentos contados y con una idea de juego fija, fue emocionante. Fue conmovedor. Los genios futbolísticos, los equipos encastrados a fuerza de grandes figuras, generan un asombro distante. En cambio, Belgrano, generó identificación y empatía, fue un amor cercano que trascendió a sus hinchas para pasar a pertenecerle a millones de admiradores del fútbol jugado con la máxima entrega.
En países como la Argentina, decir que uno es hincha de tal equipo, es mucho más que una referencia personal. Es una manera de exponerse y desnudarse frente a los demás, porque la identificación que hacemos con nuestro equipo es total. El equipo de fútbol pasa a ser una extensión visible y permanente de nuestra personalidad. Sus triunfos son nuestros triunfos, sus derrotas son nuestras derrotas. Y todo es público, imposible de esconderlo. El resto del mundo sabe cuál es nuestro estado de ánimo con sólo conocer los resultados del domingo. El hincha camina desnudo frente a la mirada de los demás, está obligado a asumir los apodos hirientes y disfruta los instantes gloriosos que le va regalando su divisa. Uno es mercadería en ese comercio de orgullos y humillaciones que nunca maneja. Es un papelito arrojado al viento cuyo futuro depende de que alguien haga entrar al arco -o pifie- una pelota. En ese mar de entusiasmos imprevisibles, en esa prisión pasional de la que no se quiere salir, los hinchas de Belgrano vivieron una temporada en la que fueron invencibles y hermosos, admirados y felicitados y envidiados , porque eso es lo que suscitaba su equipo. Ellos fueron veloces como el Picante, hábiles y tiempistas como el Mudo, precisos en el disparo como el Indio, viscerales y gritones como Olave, raspadores como Turus, dementes como el Chiqui, disciplinados como Farré, medidos como el Ruso, conmovedores como todo el equipo.
Este libro de Joaquín es el merecido homenaje a todos ellos. A los que jugaron dentro de la cancha y a los que jugaron y seguirán jugando afuera. El recuerdo de esos 180 minutos grabados con tinta indeleble en las cabezas de todos. Para los que estuvimos en Alberdi. Para los que estuvimos apiñados en un corralito del Monumental. Para los que lo sufrieron por televisión. Para los que no se animaron a encender el televisor. Para los que bajaban el volumen de la radio. Para los que descubrieron que un minuto puede durar un siglo. Para los que descubrieron que un abrazo puede durar para siempre. Para los que antes del final ya corrían con una bandera por la calle. Para los que gritaron los goles sin ser de Belgrano. Para nuestros hijos y nuestros nietos y los que animen a venir en el futuro, para que no olviden que una tarde, un 26 de junio de 2011, hubo un equipo que se animó a pelearle un round a la Historia. Y que lo ganó. Lo ganó. Para ellos, para nosotros y para nuestra posteridad, que será testigo de las futuras grandes victorias que este triunfo tiene que hacer posibles.